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EL PATITO FEO

Hoy he vuelto a cruzarme con este hombre, solitario y frío, paseando por el parque. Nos hemos saludado, como en otras ocasiones. Le veo muy de tarde en tarde. Madrid es una ciudad muy grande y el mundo no es como algunos dicen «un pañuelo». Nunca conversamos, ni siquiera estoy seguro de que él me recuerde. Le veo, digo, pero no sé si realmente él me ve. Yo sí le recuerdo de cuando íbamos juntos a la escuela, a principios de los 70. A pesar de mi mala memoria puedo saludarle por su nombre, pero a efectos de este relato público voy a referirme a él con el apodo que entonces le pusimos, patito feo.

No solía jugar con nosotros, ni queríamos, porque constatábamos que no tenía las mismas habilidades que nosotros. Nos miraba desde una esquina del patio de recreo. Durante un tiempo el patio de recreo fue todo el callejón y el patito feo nos observaba sentado en el umbral de la tahona. Su mirada a veces ausente, a veces temerosa, a veces fastidiosa. Las más, triste.

No podría precisar la razón, ni el momento ni quien le asignó el apodo. Tal vez fuera porque lo considerábamos un «patoso». Pero analizando, ahora como adulto, todo lo que cuando éramos niños sabíamos de él, y lo que fuimos conociendo con el transcurrir del tiempo, descubro que su vida tenía mucho en común con el personaje del cuento tradicional.

Siendo muy pequeño, en los años 60, sus padres habían tenido que emigrar a otras regiones en busca del sustento. Subsistieron, como muchas familias, con empleos precarios estacionales que les obligaban a recorrerse casi toda la península, casi todo el año. Cuando nació el patito feo, sus padres  no podían andar rodando de acá para allá con un bebé en brazos. Creo que ya tenían otros hijos. Unos familiares se hicieron cargo de él. Como la pata del cuento.

Cuando hablábamos de nuestras respectivas familias, una triste confusión se fraguaba en su cabeza. Algún profesor le decía al respecto que tenía una “cabeza de chorlito”. Y es que nunca parecía tener nada claro cuál era su lugar en su propia familia. Creo que tenía varios hermanos pero en realidad no tenía hermanos con quien compartir. Tenía dos padres pero no tenía padre. Tenía dos familias pero no tenía familia.

A la salida del colegio siempre se marchaba derecho a casa. Solíamos criticar que era un “empollón”. Sacaba buenas notas y procuraba no molestar a los profesores. Aún así en más de una ocasión pudimos presenciar como alguno de aquellos profesores se ensañaba contra él. En esto sí que todos estábamos unidos, a ninguno no nos gustaba el maltrato que habitualmente recibíamos. Empero asumíamos que la mayoría nos lo habíamos buscado. Era la “formación del espíritu nacional”, la conciencia de la dictadura. Nos lavaban el cerebro para que nos sintiéramos acreedores de sus injustificados y abusivos golpes, torturas e insultos. Él no lo buscaba pero se lo encontraba. Supongo que en esos momentos se le “agriaría la leche” como a todos nosotros, solo que él nunca lo exteriorizaba, se lo guardaba.

Pasamos por el Instituto y por la adolescencia casi sin darnos cuenta. Al patito feo dejamos de llamarle así, tal vez porque en ese momento de nuestras vidas todos nos sentíamos patitos feos. Sufrimos el fastidioso acné que delataba que nos matábamos a pajas. Al menos eso nos decían. Ya sospechábamos que el patito feo, a efectos de este relato público me seguiré refiriendo a él con este pseudónimo, era marica. Yo nunca se lo recriminé os lo aseguro, pero algunos de los compañeros se burlaban a sus espaldas. Tal vez incluso a sus costados. Es más que probable que él lo supiera y se sintiera menospreciado y excluido. Pero me consta que, al menos en mi presencia, nunca se le rechazó. Charlábamos, normalmente de los estudios, de la discoteca, de la música de moda. Rara vez de política. Recuerdo que cuando el golpe de estado del 23 F algunos empezaron a destaparse como “rojos de toda la vida”. En mi casa nunca se trataba el tema y por eso yo tampoco supe nunca que decir cuando surgía hablar de política.

Tampoco el patito feo hablaba en ese tiempo de política.

Rara vez coincidíamos fuera del recinto del Instituto. Él iba a la discoteca, eso nos contaba, con amigos de fuera del ambiente estudiantil. Seguía sin tener las mismas habilidades que nosotros, no jugaba nunca al futbol ni al baloncesto. Creo recordar que su inutilidad llegaba al punto de que incluso suspendía en la clase de Gimnasia. Y los compañeros, bueno tal vez incluso yo, nos mofábamos de este tipo de suspensos.

Nuestras vidas se separaron definitivamente cuando terminamos el Instituto y me marché a estudiar a la Universidad.

Él también estudió, pero en una facultad que se encontraba en otra ciudad y ya casi nunca nos volvimos a ver.

En los pueblos ya se sabe, el cotilleo y los rumores se diseminan, se distorsionan, se convierten en leyendas, iba a poner “leyendas urbanas”, pero habría que llamarlas leyendas rurales. Los primeros años tras finalizar la carrera y emigrar, volvía a menudo al pueblo. Hablaba con mis hermanos, con los amigos del taller de chapa, incluso con los asiduos del bar de mi cuñado. Y de tarde en tarde aparecía como tema recurrente el patito feo.

to be continued…